3 de diciembre de 2008

El hombre Soriano Y la posguerra

Yo Felicidad Martinez: no puedo por menos que meter en mi blog este escrito de lo que yo viví en los tiempos de la guerra y la posguerra y el estraperlo.
No había nada escrito sobre la Fiscalía de Tasas –nos referimos al lado más humano del tema- y ha sido un veterano de las letras y de la vida quien ha venido a suplir esa carencia con el libro que comentamos.
Cuando decimos que vivimos unos años delirantes, una época extraña, dura para muchos, y absurda para la mayoría, llevamos razón, así es en efecto. Pero si queremos alucinar, como diría un joven, nada mejor que asomarnos a las páginas que ha escrito Gumersindo García Berlanga para comprobar que aquello que sucedía hace apenas cuarenta años, en nuestra tierra, no desmerece en absoluto con lo que vino después ni con lo que se vive ahora. Con el agravante de que aquella era una época triste, sin libertades, sin dinero ni para cubrir las necesidades más elementales y con la presión fiscal, policial y alguna más, siempre sobre las pobres cabezas de los habitantes de la Castilla rural.
La habilidad del autor, su sagacidad, su sentido del humor y la vida, han conseguido que, al leer “La Fiscalía de Tasas”, por raro que suene, en lugar de salir una lágrima aparezca una sonrisa, algo triste, desde luego, pero sonrisa, aunque la amargura y la impotencia dejen el inevitable poso. Porque ha sabido captar la esencia de aquel dicho antiguo y sabio que advierte del ingenio despertado por la necesidad.
Esa fiscalización era (según explica José L. Barca Sebastián, prologuista) “…la persecución –verdadera cacería- que la Administración del Estado nuevo desplegó a través de la infausta Fiscalía de Tasas en materia de alimentos y, en general, de subsistencia”. O sea, impuestos, racionamientos, cartillas y cupones, que caían sobre las espaldas ya encorvadas de los más necesitados, y que Gumersindo explica muy bien en los primeros capítulos, antes de pasar al de los casos concretos y sustanciosos.
El capítulo dedicado a las multas impuestas puede provocar sorpresas al lector, pues en unos años donde pocas cosas alcanzaban el precio de las mil pesetas, se imponen unas sanciones que no bajan de ellas llegando a alcanzar hasta casi las ocho mil.
Se condenaba por casi todo y resulta fácil de entender si se sabe que los delatores recibían un importante bocado de la multa. Con ello la autoridad tenía asegurado el delito a la vez que se creaba una red de chivatos en una España recién salida de la contienda civil, donde la delación estuvo a la orden del día provocando condenas y fusilamientos. Donde más se cebaban los fiscalizadores era en la compraventa, circulación y molturación clandestina de cereales, a cuyos infractores no sólo se les imponían elevadas multas, si no también cierre de los molinos o, en algunos casos en que la sanción no se podía hacer efectiva, propuesta para ingresar en el Batallón de Trabajadores.
Las anécdotas o “hechos chocantes”, como las denomina Gumersindo García Berlanga, abundaron, y él las recoge haciéndonos, como decía más arriba, sonreír ante unas situaciones amargas. Tal debía ser el nerviosismo de los propietarios de tiendas o almacenes cuando avistaban a la Guardia Civil –responsable de la guarda del orden establecido- o a los inspectores especializados en el tema, que podía suceder que se dejaran abierto el grifo de la tina del vino y éste apareciera en forma de arroyo cuando el tendero juraba y perjuraba ante la autoridad su inocencia. O que el gato, ajeno a los tejemanejes de los humanos, hiciera su salida triunfal por la gatera con una asadurilla del cabrito recién matado en la boca, ante la mirada de los inspectores quienes, a buen seguro, no habrían creído los juramentos del buen hombre sobre su seriedad ante el cumplimiento de las leyes.
Y qué decir del pánico de los viajeros en unos trenes renqueantes, de asientos de madera, con el producto del estraperlo a buen recaudo, al ver aparecer a “los señores de la gabardina”, tirándose del tren en marcha para no perder la mercancía, o arrojando el producto. Uno de ellos se fijó bien en el sitio donde había caído su lata de cinco litros de aceite –un lecho de lodo- y fue a buscarlo al día siguiente ante la necesidad imperativa de “echar en adobo” la matanza imprescindible para el sustento familiar, con tan mala suerte, que allí estaba la autoridad para requisarlo y, de paso, imponerle una sanción. O la muchacha que tuvo que ver su honor mancillado -¡en aquellos años!- haciendo pasar por embarazo lo que era un saco de harina.
En fin, hay más anécdotas, contadas con el fino humor del autor, que las ha vivido, las ha presenciado y se las han contado, incluso, por su trabajo al frente de la administración local, han pasado por sus manos al estar depositadas –algunas- en los archivos. Son historias duras y grises, de posguerra, de traiciones, pero contadas con gran respeto incluso para quienes no lo merecen, porque todos sabemos, incluso con nombres, cuántos desaprensivos se hicieron ricos a costa de la miseria y la desgracia de los demás. Pero se ve claramente que Gumersindo no tiene la intención de desenterrar el hacha de guerra. Su vida transcurre entre su huerto a la cabecera del río Henares, las tertulias con los amigos, y las visitas a los archivos para ver qué de humano puede transmitir sin incordiar. La mano izquierda del amigo Gumer no sabe nunca lo que hace la derecha.

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